viernes, 9 de febrero de 2018

Carnaval de las promesas no cumplidas. Sobre la fiesta de Momo 2018.

Carnaval de las promesas no cumplidas
Reflexiones en torno a la fiesta de Momo


Repensar el Carnaval, comprender los cambios sufridos por su espectacularización, visibilizar a sus hacedores y recorrer algo de su historia es la apuesta de este texto. También, un disparador para discutir qué tipo de política queremos para “la fiesta más popular”, y cuáles son las imágenes –a menudo frustrantes– que del presente y de nosotros mismos nos devuelve.






                                   Llamada espontánea en el conventillo Medio Mundo, el 3 de diciembre de 1978 Foto: Héctor Devia - Casa de la Cultura Afrouruguaya









Empezó el carnaval, y la fiesta y las tradicionales polémicas que aportan sus propuestas son acompañadas, sino desplazadas, por acaloradísimas discusiones en torno al concurso, las políticas públicas los derechos y ganancias económicas, la “corrección” política, la relación entre gobierno y los empresarios, y entre estado y mercado, y hasta la propiedad del escenario máximo del carnaval.

La dinámica del escándalo en las redes, que hoy pauta el ritmo de los debates culturales, les quita escucha y razonabilidad a las discusiones, profundizando el otro factor que arma el entrevero: la crisis de la crítica cultural. “Cultura de izquierda”, “hegemonía cultural”, “contracultura”, son términos que, quebrados en mil pedazos, no están ayudando demasiado a pensar el carnaval. Y tampoco a experimentarlo. La polémica suele presentar como voceros a un bajo porcentaje de sus hacedores, y siempre a los mismos. Se pierde historicidad y todo el mundo grita ¡tradición! Pero nadie sabe bien qué significa.
El carnaval de 2018 se inaugura con el presidente Tabaré Vázquez pidiendo por tevé al intendente Daniel Martínez (de su mismo partido) que regale el Teatro de Verano a Daecpu. También con el anuncio del reemplazo del Concurso de Reinas por el de Figuras del Carnaval; los caballeros contra la corrección más comprometidos que nunca con las murgas y su libertad de expresión (eso sí, que no se pongan muy panfletarias); enojos por la prohibición del uso de serpentinas y spray; profesionalización y mediatización de una expresión “popular” que busca exhibirnos civilizados, actualizados, y divertidos. La crítica encuentra su válvula de escape una vez por año y el amor al color de los uruguayos también.

El carnaval es alegría y también ha sido un espacio de resistencia y crítica irrespetuosa de las clases populares a los poderosos. ¿Cómo evitar que se transforme en lo opuesto? ¿Cómo organizar un pensamiento colectivo sobre los sentidos del carnaval? ¿Cómo hacerlo ante la necesidad de desprivatizar la fiesta a través de políticas públicas, pero también de prevenir la cooptación de lo popular a través del estado y los empresarios?
Históricamente el carnaval ha sido polémico por criticar la realidad, por oponerse con los cuerpos a la sumisión, por cantar, pensar, bailar sin pedir permiso. Sin embargo, la mediatización del carnaval –que empujó con fuerza la crecida de la competencia y la privatización– indica que hoy lo que más está en disputa es quién tiene la palabra, las tablas y los premios, quién puede hablar, quien escucha. “Esto es carnaval, si puedo hacerlo yo lo puede hacer cualquiera”, canta la Mojigata en su despedida, como para que se encienda en la cabeza algo que ya sabemos.

Mientras los espectáculos de todos los rubros alcanzan niveles de producción y profesionalismo cada vez más altos, sin los que no podrían llegar al Teatro de Verano, cierto entramado más espontáneo y amateur de hacedores va quedando en segundo plano. 

Tener que elegir (o ya haberlo hecho) entre una estética y técnica refinada o la anchura de la base social que hace el carnaval (y no sólo consume), parece una disyuntiva trágica. La admisión está en las pruebas. Y la competencia no sólo se da en el escenario.
Si el carnaval ha sido resistencia y crítica a la ideología: ¿cómo se planta ante la ideología subyacente, que implícitamente acaba por organizar su concurso, recursos y formas de acontecer? El carnaval ha sido siempre política y cultura; ética y estética: ¿qué lugar tiene en los debates sobre arte y sobre las políticas públicas que se orientan a él?
Si junto a las políticas de género -que exigen autocrítica del carnaval a su ideología e idiosincrasia- el problema de la libertad de expresión volvió a las murgas, lo hace ahora sobre el escenario de un carnaval selectivo, excluyente, y amplificado infinitamente a través de hordas virtuales.

La reiteración de la idea de que el carnaval es la expresión popular nacional por excelencia es incluso nociva si oculta que su mediatización está privatizada (y eso afecta su creación), que la identidad nacional, y en particular la de la izquierda, está en crisis, y que quienes le ponen el cuerpo al carnaval ceden una plusvalía cuyos dividendos no ven ni en figurita. Uruguay for export.

La idea de fiesta del pueblo también oculta que la mediatización del carnaval y su profesionalización ya no permiten tratarlo como un fenómeno espontáneo donde el pueblo se expresa libremente. La dimensión participativa y corporal de la fiesta se retrae y se acomoda frente al televisor, los conjuntos que no logran sponsors o el malabarismo económico autogestivo, o que apuntan a procesos creativos menos disciplinados, no llegan al “nivel” ni al despliegue de recursos necesarios para competir con los grandes. Entonces, expresión del pueblo sí, pero con prueba de admisión y derechos de imagen que no cobran los trabajadores. Fiesta del pueblo sí, pero también espectáculo con el poder semiótico y económico que entra en juego. Fiesta de todos los barrios sí, pero al espectáculo completo se lo ve en el Teatro de Verano o en VTV con producción de Tenfield, como quien ve competir en MasterChef o en el Bailando de Tinelli. Todo el mundo opina y se indigna, contentándose con la versión grabada de un acontecimiento que trasciende, y mucho, a un concurso y dos desfiles por año.

La crítica y la comicidad que siempre estuvieron juntos en Carnaval son cada vez más reemplazados por originalidad, espectacularidad y buenas voces. El candombe es coreografiado en danzas complejas y exigentes que, en busca de cuerpos perfectos, va diluyendo la experiencia de libertad que pulsan chico, piano y repique. (Recuerdo mientras escribo los años que salí bailando en las llamadas, en las horas y horas de ensayos y en cuánto me frustraba no poder colgarme a bailar sola o con gente porque “me salía del la coreografía”. Tanto que dejé de salir).

Expresiones como la murga y el candombe no son en sí edificantes por sus cualidades estéticas (si bien las tienen) sino por nacer de actos de resistencia: a la censura de la dictadura, a la esclavitud de los negros. Su prioridad no es lograr la excelencia formal-estética; en tanto expresiones subalternas se mueven por el deseo de rebelión y la insolencia contra el poder. Lo complicado es que el poder está más que nunca en todos lados e inclusive logró docilizar a los cuerpos irreverentes de los carnavales de otrora.


MÁS MUERTAS QUE UN FARAÓN. La complejidad del carnaval aumenta al pensarlo como una tradición. Su narración y su administración se disputan entre quienes se consideran sus legítimos representantes y hacedores. Por una parte, el estado que elabora políticas públicas y medidas orientadas a su puesta en valor y conservación patrimonial. Por otra, la rivalidad entre sus “dueños” y protagonistas (cada vez menos organizados en familias y más en empresas o personajes de la farándula uruguaya), que además del negocio, o en nombre de él, se disputan los relatos sobre sus orígenes y sentidos. Así, nuevos formatos y recursos se mezclan con viejas lealtades e historias. El carnaval es un diálogo permanente con la realidad, y sus interlocutores no han parado de cambiar.
Sin embargo, todos sabemos lo que le pasa a una tradición cuando no logra dialogar con los cambios. Es conocida también la operación por la cual “la tradición” es apropiada por el status quo público o privado, y que en esos raptos las versiones de su “identidad” se van lavando y estabilizando. De poco sirve una vidriera identitaria si exhibe contradicciones, inestabilidad, evanescencia, y en ese sentido el carnaval no rinde: salvo que se pueda emprolijar.

Mientras esa tentativa avanza y algunos se resisten a los cambios (renunciando a participar o dando la pelea desde adentro), viene bien recordar que el carnaval uruguayo es más que nada eclecticismo y reinvención; una mezcla entre lo europeo y lo afro, entre lo tradicional y lo nuevo. Una celebración de nuestras contradicciones, risa y melancolía, calenda, naciones, lubolos, Cádiz, Mazumba de la Selva, Brasil, sus orixás y sus mulatas de fuego, símbolos musulmanes en África, Reyes Congo, bantú, chico y bambula, el periódico Raíces, "Milonga Nacional”, candombes del olvido, Línea Maginot, el exceso y la droga en la calle, pueblo ingenio y risa, la liberación de lo sexual, el judas prendido fuego, lo catártico y lo sanador, cultura afrouruguaya, lo público y lo íntimo, lo que construye destruyendo, lo grotesco y lo burlesco, lo negro y lo blanco, la puesta en escena de invisibilidades sociales, la evocación de Montevideo en la historia y la tradición, o como dice Daniel Vidart; la fiesta de una diosa travestida (Momo), un diablo (Arlequín) y un muerto (Pierrot). El carnaval es desborde, exceso; el gramillero alucina con las yerbas que contiene su valija, el escobero es quien espiritualmente abre con su danza los caminos, las banderas son trofeos de Naciones.


QUE EL LETRISTA NO SE OLVIDE. Testigos vivos de la mutación cuentan que antes a las comparsas se les decía llamadas; que el desfile no era de 15 sino de 25 cuadras y sólo 8 comparsas, que demoraban de 6 a 8 horas, con parada para templar en el medio. Los tablados eran de bloques y se respiraba olor a choripán; había personajes que no cabían en ninguna categoría. La censura venía de los malos (sin matices). Las vedettes eran también activistas y escritoras, referentes de la comunidad. El gramillero representaba al esclavo a quién dejaban salir los 6 de enero y desfilaba con la ropa prestada del amo. Los tambores no usaban tensores y arruinaban por su peso no sólo las manos de sus tocadores sino también sus riñones. Los seguidores de conjuntos iban por los barrios con sus preferidos, y de boca en boca se comentaba el espectáculo que “este año no te podes perder”. Los relatores no existían y esa menor información hacía de la fiesta algo más anónimo, menos especializado. Hubo llamadas en años de dictadura en que algunas comparsas se negaron a tocar frente al palco oficial, y algún año en que la primera cuadra empezó a ser regulada sin más y hasta el día de hoy por familias negras. No existía la “visión global” y lo esencial estaba en dos o tres elementos. Había menos famosos de afuera y más personajes del adentro. Se conocían menos los historiadores y más los que hacían historia. La amargura sostenida del uruguayo era liberada para hablar de los temas más profundos entre máscaras, cabezudos y cornetas.

Es decir, desde que empezó a existir, el carnaval empezó a cambiar. Y en todo caso, si nos vamos a poner nostálgicos hay otras cosas a añorar que reírse de “las minas y los putos”.
El carnaval de cada época respondió a las sensibilidades y a las luchas de la sociedades de su momento, y el amor a las supervivencias no borran el amargo adjunto al dulce cantar carnavalero. Como con toda tradición que se transforma con el tiempo, el trabajo a hacer es revolver en las ruinas para ver qué de lo que había necesitamos hoy.
Nos queremos seguir riendo y excediendo en carnaval. Pero la contraposición entre la política (o la izquierda) y la risa es un (falso) dilema que ausente de su historia, caracteriza a esta etapa del carnaval o de nuestra sociedad; un antagonismo formulado ideológicamente que pide libertad para discriminar pero se preocupa poco por asegurarla para la expresión y el disfrute del carnaval por parte “del pueblo”. La disidencia sexual siempre fue parte del carnaval pero ahora parecemos estar ante el caso del “puto que asusta”, en términos de Capusotto. Y asusta porque ya no se banca cualquier cosa con tal de ser parte; ya no es el puto de antes.

Diferentes propuestas que me ahogaron de la risa muestran que el problema es más bien de quien no encuentra la gracia sin el “puto”, de quien dice que sin la discriminación como gracia no se puede. Ante los señores indignados por la reducción de sus privilegios (o su cuestionamiento), lo que parece es que a los representantes oficiales del carnaval del presente se les oxidó la capacidad de reírse de sí mismos, de dialogar con las transformaciones sin caer en el resentimiento por lo que ya no. El asunto preocupa porque si las posturas conservadoras -del carnaval de antes y los machos de siempre- triunfan, habrá que decretar que el carnaval por primera vez en su historia está viejo.

Lo popular y lo crítico aún viven en el carnaval, pero bastante baqueteados.

La tradición ha ido cambiando y lo seguirá haciendo: ¿quien dirige y hacia donde se orientan sus transformaciones? Si miramos a sus formas de producción y sus objetivos, lo que le era ajeno –la búsqueda de excelencia técnica, el profesionalismo, la distancia entre especialistas y consumidores– ya no lo es. ¿Cómo analizarlo entonces? ¿Desde los estudios culturales, la cultura popular, la historia uruguaya, la política de los cuerpos?
Mirar al carnaval como acto performativo donde se expresa en cada puesta lo que “somos como país” es matar a fuerza de solemnidad y realismo la naturaleza lúdica, paródica y sarcástica del tipo de “representación” que es. En el otro extremo, mirarlo como un espacio de libre expresión no mediada, donde la política “no debería meterse”, es negar oportunistamente un aspecto reconocido por todos: el carnaval es aparición en el espacio público, definición básica de la política. El carnaval es también un obrero fundamental de nuestras sensibilidades colectivas. ¡No lo explotemos!


LO POPULAR EN DISPUTA. Se discute mucho sobre los cambios que podría traer la intervención de políticas culturales de género al carnaval, pero demasiado poco sobre las transformaciones que implicó su creciente profesionalización, competitivización, mercantilización de su carácter “popular”. Las letras de los espectáculos dan cuenta de la desorientación del carnavalero que ahora le canta por tv a un público más cheto-progre que no quiere oir hablar de pobres, ni a su cultura groncha.

Si bien en el presente hay cuerpos que resisten la neoliberalización del carnaval, insisten en su carácter de fiesta y experiencia, y aún hay tablado de barrio y Ronda Momo, su mediatización ha centralizado su acontecer en el programa de la tele. La función crítica o liberadora que son la esencia del carnaval es un hilo narrativo que rinde en las páginas del Ministerio de Turismo o de la Unesco, pero no está en la esencia del carnaval sino en las prácticas de su gente y necesita espacios para mantenerse viva. La excesiva organización de los cuerpos y los discursos por el progresismo (ese curioso proceso por el cual la izquierda partidaria se convirtió en administrador del régimen neoliberal y agente disciplinador) es un peligro para el carnaval. La patrimonialización de expresiones populares como el tango o La Cumparsita, afecta también al carnaval y, aunque se presenta con la intención de preservarlas, puede tener un impacto represivo sobre manifestaciones que no siempre hacen coincidir la función crítica con la edificante. Pero el estado no está solo. Apoyan este espacio los socios capitalistas.

Si por un lado los carnavaleros se quejan de los cambios aportados por el gobierno municipal en su administración de la fiesta, también el reinado de Daecpu ha sido nefasto no sólo en términos de contenido, también en la aceleración del proceso de conversión del carnaval en un negocio, cuya comercialización, adaptación al concurso, y creciente competitividad es igualmente sufrida por ellos.

Las transformaciones que trajeron Tenfield y Daecpu empujaron al carnaval desde precipicio de lo popular al vacío de la cultura de masas. La empresa que tuvo desde sus inicios la meta de constituirse como representante oficial del nacionalismo, visualizando rápida y lucidamente el vacío de políticas e ideas sobre la cultura nacional, ha sido experta en apropiarse los beneficios que el abordaje marketinero del nuevo uruguayo ha chorreado generosamente en los últimos años.

El Gran Evento televisado “para todo el mundo” –las llamadas, el teatro de verano– parece llevar a más gente la vivencia, pero termina por secuestrar el sentido del carnaval, produciendo unidades mediáticas e infinitamente reproducibles en la televisión e internet, que generan derechos de autor que no ven sus protagonistas pues Tenfield y Daecpu son detentores de los mismos. Los paralelismos con el fútbol son evidentes,y sería deseable que ante este panorama naciera un “Más unidos que nunca” carnavalero.


EL TREN DE LOS SUEÑOS. Que el carnaval sea un núcleo de condensación y visibilización de procesos colectivos e identitarios que se sostienen todo el año no puede hacernos olvidar que no hay zoom in de las cámaras que nos ayude a entender todo lo que sucede ahí.

Es importante discutir sus aspectos simbólicos y políticos, intelectualizarlos como tradición y como espacio discursivo de la cultura, pero si se pierde la dimensión experiencial –es decir como viven los cuerpos el carnaval– quedémonos solo con el Museo.
Cuestionar de qué y de quiénes nos reímos y quien es dueño del carnaval, es también ser fieles a un espíritu crítico y de crítica ideológica a los poderosos. Censurarlo en nombre de “la tradición” implica intentar que una expresión cultural que está viva no tenga contacto con transformaciones profundas que se están dando (como el avance del feminismo). Censurarlo por hacer manifiesto lo latente – a menudo aberrante – en nuestra sociedad es también mutilar una de sus principales funciones.

Quizás en vez de seguir inflando la competencia, la “forexportización” y patrimonialización del carnaval, podríamos discutir qué tipo de política para el carnaval queremos y también cuáles son las imágenes – a menudo frustrantes – que del presente y de nosotros mismos nos devuelve el carnaval.

¿Cómo se hace para que sus hacedores puedan ver beneficios en caso de que aceptemos su comercialización? ¿Cómo se hace para desacelerar la competencia que cada año es mayor? ¿Cómo se lidia con los niveles profesionales de exigencia en formas de producción con economías amateurs? ¿Cómo afecta la vida al carnaval y viceversa? ¿Como hacemos para que el carnaval sobreviva pero no como espectáculo, sino como experiencia? Que la pasión de carnaval haga a los cuerpos querer salir a la calle a moverse y a encontrarse. Quizás por ahí y con un poco más de escucha y autocrítica, logremos darle en la clave.


Lucía Naser 

Publicado en Brecha 9/2/2018


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